Por Iván Bueno, periodista de la Universidad de Chile. Es especialista en comunicación organizacional y gran minería y manejo de crisis comunicacionales. Es experiodista del diario Las Últimas Noticias (Chile) y excodelquiano (Codelco). Hijo de la educación pública, cocinero y pintor aficionado, conversador empedernido. Lo encuentran en LinkedIn, Instagram y Tik Tok.
Son parte del paisaje. Montados en vehículos de los más diversos estilos y tamaños, los riders recorren Santiago de Chile, de día y de noche, siempre veloces, inmersos en una posta inalterable en la que todo vale para entregar a tiempo la mayor cantidad de encargos. Porque cada carga aumenta sus precarios ingresos, un esfuerzo que en días de lluvia o de manifestación política se vuelve peligroso e incierto.
Se estima que solo en Santiago ya hay cerca de 300 mil personas que entregan encomiendas, comida o medicamentos, pero como se trata de un trabajo informal, los números suben o bajan, según lo que registre el termómetro económico. La mayoría son hombres; la mayoría migrantes.
Todos ellos llevan chaquetas con el logo de aplicaciones tecnológicas populares como Pedidos Ya, Cornershop, Rappi, Uber Eats, o las más nuevas Fazil y Lomi; otros, la de cadenas de supermercados como Líder o Jumbo. Al parecer, mercado hay para todos, aunque con niveles de satisfacción bien diferentes, en estos tiempos tecnologizados de pandemia.
Para muchos, los riders son la señal inequívoca de la modernidad, el triunfo de la nueva economía colaborativa. Puede ser. A mí, no me sorprende tanto. Cuando veo pasar a uno de esos riders que sudan la gota gorda, me acuerdo de Don Galva, mi primer servicio de delivery, rider y almacenero (tiendero) con sistema predictivo.

«LE CORTARON LAS MANOS«
En mi barrio natal, al sur de Santiago, y en plena década de los 70 (sí, estimadas y estimados, ¡hablo del siglo pasado!), teníamos a don Galvarino, el dueño del único almacén (tienda de barrio) que ocupaba la parte externa de una casa, la misma que hoy, en 2021, alberga un mini supermercado.
Él, junto a su señora, era el proveedor al que acudían las dueñas de casa del barrio cuando necesitaban productos básicos como harina, arroz (que no se vendía solo por kilos, sino por porciones: Don Galva también se adelantó a Al Gramo, pero esa es otra historia), detergente, pastas (dos variedades, a lo más) y aceite, un espeso líquido amarillo que se vertía desde un tambor a la botella de vidrio que debías llevar (¡sí, reciclaje!).
Don Galva era un personaje muy respetado y querido en el barrio. Por eso cuando un día mi hermano mayor llegó a casa contando que a don Galvarino le habían cortado las manos, quedé helado. No podía entender que semejante tragedia golpeara así a una persona tan bondadosa.
Mi horror aumentó cuando mi madre me pidió que fuera a comprar a su almacén. ¿Por qué debía ir yo después de lo que había pasado?
Casi me desmayo cuando lo vi aparecer con su calva, los anteojos redondos y su bigote blanco; sobre todo, cuando atendió mi pedido y firmó la boleta con sus dos manos intactas.
Corrí a casa a encarar a mi hermano, que se mataba de la risa: «Tonto, me refería a Galvarino, el héroe mapuche«. Aunque resentí el error, respiré aliviado.
Así como nos reíamos, también había drama. Por esos tiempos, tan difíciles como ahora para llevar un hogar con hijos, había que esforzarse harto y eso le pasó la cuenta a mi madre, que debió guardar cama por un tiempo. Después de unos días de no ir al almacén, cuando volví a ver a don Galvarino, me preguntó por ella. Le conté brevemente lo que pasaba. Me miró un rato, pensativo, y me preguntó:
-¿Esta es la lista que ocupan todas las semanas?
-Sí, no cambia mucho.
-Hagamos una cosa: déjamela y yo les iré a dejar lo que necesitan mientras tu mamá se recupera ¿ya?
-¿En serio? -le dije-. Por supuesto, si esto no es broma.
Durante una semana, Don Galva pasó a dejarnos a casa un paquete con los productos necesarios. Nunca cobró por ello, y durante el despacho siempre sumó una considerada pregunta sobre el estado de salud de mi madre.
Ella, apenas se recuperó, fue a verlo para agradecer su gesto. Yo la acompañé esa mañana, y hasta ahora recuerdo su respuesta: «Señora Irma, no hay nada que agradecer; antes que almacenero, soy vecino, y entre vecinos nos ayudamos».
Los años pasaron y él y su señora fallecieron, pero ahora que lo pienso, su buen espíritu germinó en el barrio. Hoy, en tiempos de pandemia, no son pocos los almaceneros, todos herederos de la tradición de Don Galva, que sumaron a sus ventas la modalidad de «entrega a domicilio».
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